Martes
y 13. Para mí, un día de buena suerte. Viaje a Manta, en la provincia de
Manabí, para presentar una propuesta de cambio cultural (3 años) a una de las
principales empresas de la zona. Y mi contacto con una ciudad de origen precolombino
con el mayor puerto del país.
He
vuelto a leer el clásico de Paul Watzlawick, El arte de amargarnos la vida. Watzlawick (1921-2007) ha sido de
los grandes de la comunicación humana y plantea en este librito, en plan
irónico, los motivos por los que parece que los seres humanos no queremos ser
felices.
Comienza
el profesor emérito de Stanford con una cita de Dostoievsky (considerado por
Nietzsche como el mejor conocedor de la mente humana): “¿Qué puede esperarse de
un hombre? Cálmelo usted de todos los bienes de la tierra, sumérjalo de
felicidad hasta el cuello, hasta encima de su cabeza, de forma que a la
superficie de su dicha, como en el nivel del agua, suban las burbujas, dele
unos ingresos que no tenga más que dormir, ingerir pasteles y mirar por la
permanencia de la especie humana; a pesar de todo, este mismo hombre de puro
desagradecido, por simple descaro, le jugará a usted en el acto una mala
pasada. A lo mejor comprometerá a los mismos pasteles y llegará a desear que le
sobrevenga el mal más disparatado, la estupidez más antieconómica, solo para
poner a esta situación totalmente razonable su propio elemento fantástico de
mal agüero. Justamente, sus ideas fantásticas, su estupidez trivial, es lo que
querrá conservar”. Como dice el autor, el Infierno
de Dante es más genial que su Paraíso.
En
lugar de recetas para ser feliz, Watzlawick, a sensu contrario, nos cuenta qué
hacer para amargarnos la vida: ser fiel a un@ mism@ (el consejo que le da
Polonio a Hamlet; es decir, no cambiar), sublimar el pasado (como la mujer de
Lot en la Biblia, que al mirar hacia atrás se convierte en estatua de sal),
fomentar el arrepentimiento (acabo de ver dos pelis, El ladrón de palabras y la alemana Silencio de hielo, que van precisamente de eso), buscar donde no se
debe (como el beodo que busca la llave no donde la perdió, sino donde hay más
luz), rechazar asumir riesgos para mantener la supervivencia del problema, marcarse
profecías negativas (anti-Utopías) para que se “autocumplan”, sentir desazón
por la meta (no celebrar cuando alcanzas lo que quieres), lamentarse por cómo
se comportan los demás (“puedes hacer lo que quieras, mientras no te agrade”,
parece ser el lema del puritanismo según Watzlawick), ser estúpidamente
espontáneo, minar la propia autoestima (si alguien me quiere, es que no está en
su cabal juicio: “Si vos llegáis a ser mía, voy a perderos, precisamente porque
luego poseeré a vos, a quien adoro”, le escribe Rousseau a Madame d’Houdetot),
tratar de cambiar al ser amado, desconfiar de l@s diferentes, tomarse la vida
muy en serio y no como un juego… Y cierra, de nuevo, con Dostoievsky: “Todo es
bueno… todo. El hombre es desdichado porque no sabe que sea dichoso. Solo por
esto. ¡Esto es todo, todo! Quien lo reconozca será feliz en el acto, en el
mismo instante…”
Un
libro muy inteligente. Me ha recordado aquella frase de Einstein según la cual
unas personas no ven nada como un milagro y otras ven todo como un milagro. Esa
es la diferencia entre quienes se amargan la vida (la gran mayoría,
especialmente en las sociedades llamadas “desarrolladas”) y quienes disfrutan
de la misma y son felices.
Ducum fata volentem, nolentem trahunt (principio
de los antiguos romanos que, como sabes, significa “el destino conduce a l@s
dóciles y arrastra a l@s amargad@s).