Alegría, felicidad y esperanza

Viernes de reuniones comerciales. Por la tarde, presentación de una propuesta sobre coaching de equipo a la Directora General y a la Directora de Recursos Humanos de una multinacional líder en su sector y por la mañana entrevista con el Director de Recursos Humanos de una entidad financiera europea, preparación de propuestas y firma de 90 ejemplares de Liderazgo Guardiola para el Programa de Desarrollo de una de las empresas más admiradas de nuestro país.
He terminado a eso de las 6 y me he llevado a Zoe y a su amiga Ana Mª a ver El Príncipe de Persia, la última película de Disney, basada en un vídeo juego. Un espectáculo a lo Piratas del Caribe (del mismo productor, Jerry Bruckheimer).

Me he interesado mucho la tribuna de Enrique Rojas en El Mundo sobre ¿Listos o inteligentes? Una de las frases que prefiero de este prestigioso psiquiatra es “Más importante que la inteligencia es la alegría de ver que uno es capaz de vencerse y ponerse metas y cumplirlas. Una persona con voluntad llega en la vida más lejos que una persona inteligente”.

Sí, la alegría, que se obtiene desde la voluntad. En el número 4 de la II Época de la revista Dirigir Personas, Susana Gutiérrez, la Presidenta Nacional de AEDIPE (una de las directoras de RRHH a la que más admiro y quiero), nos recuerda que desde que se anunció que el leit motiv del 45º Congreso fuera La felicidad en el trabajo, no pocas personas lo han cuestionado. Y sin embargo, como dice Susana, “el Comité Científico del Congreso hizo una elección casi visionaria”. ¿Para qué estamos aquí –en la empresa, en la vida- si no es para ser felices? Kim Cameron, profesor de la Universidad de Michigan y ponente en el Congreso de AEDIPE, escribe en la misma revista: “abundantes estudios reflejan que las relaciones sociales positivas afectan a los sistemas hormonal, cardiovascular e inmunológico del individuo, mejorando, por lo tanto, la salud, el bienestar, el rendimiento y la naturaleza de las relaciones en sí mismas”.

A sensu contrario, es un gran mal, una esencia tóxica, la “enfermedad de la desesperanza”, de la que ya escribí en este blog el 15 de abril de 2008 (tras participar en el Salón Capital Humano con mi amigo William Rodríguez, superviviente y héroe del 11 S). Estudiada por el Dr. William Mayer con motivo de la Guerra de Corea (en la que el 38% de los soldados americanos “se dejaron ir”), tras analizar las historias de 1.000 combatientes, se dio cuenta de que era uno de los casos de guerra psicológica más extremos y perversos nunca vistos. Así lo explicaban Rath y Clifton en el capítulo 1 de ¿Está lleno su cubo?, titulado Las actitudes negativas aniquilan:“Los campos de prisioneros no fueron catalogados como especialmente crueles o atípicos de acuerdo a las normas convencionales. Los cautivos disponían de agua, alimentos y abrigo. No fueron sometidos a las torturas físicas normales en esa época. De hecho, en los campos se registraron menos denuncias de malos tratos físicos que en cualquier otro conflicto importante a lo largo de la historia. Los prisioneros no se encontraban entre alambradas. No había guardas armados que vigilaran los campos y ningún soldado trató nunca de escapar. Por el contrario, estos hombres solían abandonar la disciplina y se enfrentaban entre ellos, incluso llegaban en ocasiones a establecer una estrecha relación con sus captores. Cuando los supervivientes fueron liberados, se les ofreció la posibilidad de telefonear a sus allegados para transmitirles la noticia de que estaban vivos. Muy pocos se tomaron la molestia de hacerlo. Muy pocos soldados mantuvieron la amistad o el contacto con los demás. Cada uno de ellos se encontraba en una “celda de aislamiento mental… sin barrotes ni cemento”. Padecían la “enfermedad de la desesperanza”. No era extraño que un soldado se encaminara hacia su cabaña, mirara a su alrededor y decidiera finalmente que no tenía ningún sentido seguir esforzándose en su propia supervivencia. Se dirigía a una esquina, se sentaba y se cubría la cabeza con una manta. Al cabo de dos días moría. De hecho, los soldados lo denominaban “abandonitis”. Los médicos lo definieron como “miriasmus”. Si a los soldados los hubieran golpeado, escupido o abofeteado se habrían enfurecido. Su enfado les habría proporcionado una motivación para sobrevivir. Se habían rendido completamente, tanto mental como físicamente. ¿Cómo pudo ocurrir? Los captores de Corea del Norte utilizaban lo que Mayer describió como “el arma de destrucción” definitiva. El objetivo de los norcoreanos era “negar a los hombres el sostén emocional que las relaciones interpersonales proporciona”. Para lograrlo, los captores empleaban cuatro tipos de tácticas: • La delación: los norcoreanos ofrecían a los prisioneros incentivos, como cigarrillos, cuando se traicionaban los unos a los otros. Ni el denunciado ni el soldado que le había delatado eran castigados. Su idea era quebrar las relaciones y lograr que los hombres se enfrentaran entre sí. • La autocrítica: los captores reunían grupos de entre diez y doce soldados y aplicaban lo que Mayer describe como “una psicoterapia de grupo distorsionada”. Se le exigía a cada hombre que se levantara y confesara delante del grupo todo lo malo que había hecho, así como los actos buenos que había omitido realizar. Los captores crearon un entorno en el que los cubos de buena voluntad eran vaciados constante y despiadadamente mediante el sutil quebrantamiento del afecto, la confianza, el respeto y la aceptación social entre los soldados estadounidenses. • Romper la lealtad hacia los líderes: el quebrantamiento lento pero inexorable de la lealtad de los soldados hacia sus superiores. En una ocasión, un coronel ordenó a uno de sus hombres que no bebiera agua de un campo de arroz porque sabía que estaba contaminada. El soldado miró al coronel y le espetó: “Compañero, tú ya no eres coronel; tú eres sencillamente un asqueroso prisionero como yo. Tú te ocupas de tus asuntos y yo de los míos”. El soldado murió de disentería. En otra ocasión, cuarenta hombres permanecieron impasibles mientras tres de sus camaradas, enfermos, eran expulsados de sus chozas y abandonados hasta su muerte a la intemperie. ¿Por qué no hicieron nada estos hombres? No era su obligación, los soldados ya no se interesaban los unos por los otros. • La ausencia de cualquier apoyo emocional positivo: si un soldado recibía una carta de ánimo de su casa, los carceleros la retenían. Sin embargo, todas las cartas negativas, como las comunicaban la defunción de algún pariente o algún divorcio eran puntualmente entregadas. Los norcoreanos llegaban incluso a entregar facturas impagadas. Los efectos eran devastadores: los soldados carecían de una razón para vivir y perdían toda confianza en sí mismos, en las personas que amaban, por no mencionar en Dios o en su patria.”

Los humanos somos los únicos seres de la creación con posibilidad de libertad, Podemos elegir, que es el supremo privilegio. Por ello, no debemos abandonarnos nunca, sino aprovechar las oportunidades que la vida nos ofrece. En palabras de Helen Keller: “Cuando una puerta de la felicidad se cierra, otra se abre. Pero solemos mirar tanto a la cerrada que no vemos la que se ha abierto para nosotros”.

Felicidad, alegría, voluntad, constancia. Ya nos lo enseñó William Shakespeare: “Si el hombre fuera constante, sería perfecto. Si se quiere avanzar por cuestas empinadas, es necesario al principio andar despacio”. Y sobre todo Amor. El bardo escribió en su soneto CXVI:
“… Love is not love
Which alters when it alteration finds,
Or bends with the remover to remove.
O, no! It is an ever-fixed mark,
That looks on tempests and is never shaken.
It is the star to every wandering bark,
whose worth’s unknown, although his height be taken.”

“El amor no es amor
Si se altera cuando alteración encuentra,
O se inclina con quien muda por mudar.
¡Oh, no! Es una marca siempre fija
que mira la tempestad y nunca se perturba.
Es la estrella para los barcos sin rumbos,
cuyo valor se desconoce, aun tomando su altura”.